Todos conocemos la extraordinaria hazaña de nuestra llegada a la Luna con la misión Apolo. Independientemente del debate que existe alrededor de esta cuestión, lo que hoy trataremos de hacer será dar una vuelta por la física que envolvió a este gran espectáculo espacial. Veremos desde cómo se consiguió vencer la fuerza gravitatoria terrestre, hasta la posibilidad de un aterrizaje exitoso de una nave tripulada en nuestro satélite. Bien, dicho esto, comencemos.
Todos sabemos que la capacidad propulsora de un cohete es la clave de la capacidad humana para acceder al espacio. ¿Cuál es la idea básica? Fácil, tratemos de imaginar, por un momento, un jugador de fútbol que patea un balón oblicuamente. Si así lo hacemos, es sencillo deducir que la pelota recorrerá una parábola determinada y volverá a caer sobre la superficie terrestre. Perfecto, ahora aumentemos la velocidad con la que este balón sale disparado. Resulta obvio que la distancia recorrida será mayor, pero si esta es lo suficientemente grande, la pelota caerá alrededor de la Tierra acoplándose a su curvatura y estableciendo una órbita determinada. Porque un cuerpo en órbita no es más que un objeto cayendo infinitamente sin llegar nunca a colisionar con la superficie del astro al que órbita. Fácil, ¿verdad?
De acuerdo, pues en los cohetes espaciales se hace exactamente lo mismo, lo único que ascender, girar y situarse en la órbita correcta no es tan sencillo como patear un balón lo suficientemente fuerte. Para hacerlo se construyen los cohetes por fases.
El Saturno V fue un cohete desechable de múltiples fases cuya principal carga fueron las naves Apolo que llevaron a los astronautas de la NASA a la Luna. Este constaba de tres fases y tenía capacidad para escapar de la gravedad terrestre y enviar una carga de 47 toneladas a la Luna. ¡Un verdadero gigante! Pues en tan solo 20 minutos, fue capaz de colocar al Apolo en órbita, casi nada.